La obsesión de James Cameron por los detalles, en ocasiones, roza lo enfermizo. Un director con una carrera no demasiado extensa, pero con películas de peso, se puede permitir el lujo de estar doce años sin dirigir un largometraje. Su anterior gran estreno fue la laureada Titanic (1997), y ya en el siglo XXI y tras dos interesantes documentales sobre el fondo marino (uno sobre el dichoso barco y otro sobre criaturas abisales) dirige, escribe y produce Avatar.
Estamos en el año 2154, el ser humano explota el paradisíaco planeta Pandora, donde habitan los Na’vi, una civilización que mantiene una armonía con el entorno jamás conocida por el hombre, literalmente son uno con la naturaleza. Para relacionarse con ellos han creado unas criaturas llamadas “avatares” que, enlazadas neurológicamente al ser humano, permiten interactuar con los autóctonos. Detrás de una de ellas está Jake Sully, un joven con la suficiente moral y esperanza como para frenar los planes del ser humano de arrasar con todo el planeta para conseguir el mineral más preciado, el ‘unobtanium’.
Posiblemente, para poder disfrutar de Avatar hay que hacerlo desde dos puntos de vista. Por un lado, desde un punto de vista audiovisual (al margen de que estamos ante, posiblemente, el mejor 3D utilizado hasta la fecha), y por otro lado desde un punto de vista algo más cinematográfico, más dramático.
Sobre el primero, no hay discusión posible. La película, a nivel visual es un verdadero escándalo, un derroche espectacular de imaginación, una conjunción sonora y visual que muchos no habíamos visto nunca (quizá la primera Matrix (The Wachowsky Brothers, 1999), podría acercarse un poco). Todo el equipo de la película, al servicio de Cameron, hace un trabajo absolutamente memorable.
Desde unas criaturas sumamente especiales, pasando por una la flora apabullante, que en ocasiones roza lo onírico e incluso lo inverosímil. Cameron siempre ha dado bastante importancia a los detalles a que todo sea lo más creíble posible, aunque sepamos que lo que vemos no es real.
Con una paleta de colores que va desde los azules, los verdes o los turquesas, construye imágenes icónicas, planos que rozan el preciosismo fílmico, y todo ello para sumergirnos en un mundo completamente nuevo. George Lucas hizo casi lo mismo con su universo de Star Wars, que le ha pasado como al vino, que con los años ha mejorado a nivel visual. Siendo redundante, no hay discusión posible sobre la calidad audiovisual de un producto como Avatar. Quizá el CGI nunca ha tenido una presencia tan potente en una película de cine.
La segunda capa o punto de vista sobre el que tenemos que mirarla, es a nivel cinematográfico. La historia de Avatar no es precisamente un alarde de originalidad, más bien puede verse quizá como una excusa simplona para mostrarnos los adelantos técnicos en la industria. Deudora de historias como la de la india Pocahontas o esa obra maestra llamada Bailando con lobos (Kevin Costner, 1990) en donde el forastero/invasor se integra con el oriundo para entenderlo, comprenderlo, amarlo y salvarlo. Aquí quizá termine la perfección, pero tampoco es algo que impide disfrutarla.
Algunos puntos de la historia, quizá se abordan con algo más de originalidad, con escenas muy interesantes y que aportan bastante al desarrollo de los personajes. Y en este punto también debemos darle un pequeño tirón de orejas, ya que hay cierta descompensación entre unos personajes y otros, a nivel narrativo.
Sam Worthington, Zoe Saldana, Sigourney Weaver, Giovanni Ribisi o el implacable Stephen Lang encabezan un reparto real/virtual que capta muy bien la esencia/significado de la película, la lucha entre lo humano y lo divino, la avaricia del hombre, la impotencia de la fe… Como en otras ocasiones, el componente “naturaleza” está presente en la película, algo que Cameron ya incorporó a aquella maravilla de la “sci-fi” como es Abyss (James Cameron, 1989). El director se toma en serio sus mensajes sobre el medio ambiente, sobre la destrucción humana que se está llevando a cabo.
Avatar es, como historia, una película sencilla, pero lo que la enriquece es su enorme cantidad de detalles, matices, lo que conforma el universo de Pandora, los Na’vi y su visión ideal de cómo debería ser la relación entre el hombre y la naturaleza.