Los intentos de Hollywood de llevar uno de los iconos del cine japonés a su terreno parecían haberse difuminado con el escaso éxito de la producción Godzilla, King of Monsters! (Ishirô Honda, Terry O. Morse, 1956) con un Raymond Burr (el mítico Ironside en la serie de televisión) como ‘representante’ americano. Pasaron muchos años, varios directores tentados en dirigir una nueva película, como James Cameron, Tim Burton, Joe Johnston, e incluso el director Jan de Bont, que fue quien más se implicó en él, junto a Stan Winston, que diseñaría la criatura. Por recortes casi continuos de presupuesto, ambos abandonaron la idea y TriStar encontró al dúo Roland Emmerich-Dean Devlin, que venían de petarlo con Stargate: Puerta a las estrellas (1994) e Independence Day (1996) para hacerse con el proyecto.
Bien era sabido el gusto de Emmerich por la épica y la destrucción, por lo que un proyecto como Godzilla le venía como anillo al dedo. Y es que la honestidad que siempre ha tenido el cine de Emmerich siempre se ha debatido entre el entretenimiento y el espectáculo. No es un director que se preocupe de aspectos más profundos, como los personajes o intrahistorias. Puede gustar más o menos su cine, pero no es un tramposo, de eso no hay duda.
Godzilla (a la que le costó que la Toho la incluyera en su canon) se presenta como una especie de comedia de aventuras, básicamente. Pierde bastante el espíritu crítico con el que Tomoyuki Tanaka lo creó a mediados de los años cincuenta, tomando como fondo, el miedo a una guerra nuclear. Aquí, aunque permanece el espíritu del origen del monstruo, prácticamente no se le da mucha más importancia. De hecho, podemos decir que Godzilla es una película que no trata de ahondar ni en los miedos de la sociedad americana y ni mucho menos en los miedos del resto del mundo.
Y esto nos lleva también a lo que rodea a la historia, bastante plana, por cierto. Los personajes no calan, son casi paródicos, con nula profundidad y muy previsibles. De toda la función, quizá podríamos salvar a Jean Reno, a pesar de que su personaje es una mezcla de espía, ‘hombre para todo’ y limpiador. El resto del elenco tratan de caer simpático, pero lo cierto es que nos importa bastante poco lo que les pase. No se ve claramente una motivación o un fin para los personajes.
Si nos centramos en el monstruo en sí, seamos sinceros, Godzilla sale poco (menos saldría en la versión de Edwards de 2014) y cuando lo hace se aproxima más a un tiranosaurio que a un monstruo imaginario.
Pero si hay algo que no debemos de quitarle mérito a este Godzilla, es a su nivel visual. Emmerich se toma muy en serio su idea de convertirlo en un nuevo icono y la película contiene algunas imágenes poderosas. También cabe destacar que muchos de los efectos digitales utilizados han envejecido bastante mal y es fácil encontrarla más defectos que virtudes en este aspecto.
Si no tenemos demasiado idealizado al personaje, el Godzilla de Emmerich resulta un curioso ‘divertimento’ cinematográfico. Totalmente consciente de qué tipo de producto es, sin ínfulas de tratar de ser algo que nunca lo será, pero con un empaque como superproducción innegable. Sus principales defectos están a la vista, no se esconde y desde luego su propósito lo cumple, siempre y cuando no la exijamos lo que no puede o quiere darnos. A pesar de todo, a la película se la tiene cierto cariño.
