Hablar del cine de Berlanga incluye, por obligación, hablar de esta película. Junto a Plácido (1961) y ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953) conforman quizá la trilogía más importante del cine del director valenciano (sin ánimo de menospreciar otras obras). Si con Plácido se explayaba en el humor más racional y simple (siempre agradable aunque poco agraciado para quienes lo protagonizan), con El verdugo se pone algo más serio (la ocasión lo requiere) y filma una cinta con cierta crudeza a nivel de historia pero que, en el fondo, guarda su mensaje.
Amadeo (un espléndido José Isbert) es un hombre que ha estado durante más de treinta años trabajando para el Estado como verdugo en ejecuciones con el garrote vil. Su vida es prácticamente su trabajo. Vive en una pequeñísima y modesta vivienda junto a su hija Carmen (Emma Penella). Un día se cruza en sus vida José Luis (Nino Manfredi), un joven que trabaja en una funeraria y cuyo mayor sueño es viajar a Alemania y trabajar como mecánico. Pero Amadeo tiene otros planes distintos para él cuando decide casarse con Carmen, que mejor que continuar con la tradición familiar de ejecutor. Aunque José Luis se muestra muy reticente, accede a pesar de todo y con tal de que el Estado les otorge una vivienda a él y a su mujer. Piensa que nunca tendrá que “matar” a nadie, hasta que un día y durante un viaje de vacaciones, el Estado lo reclama para que cumpla con su trabajo.
La historia de El verdugo despierta una cantidad diversa de sensaciones, es por eso quizá que se la considere una de las mejores películas no sólo de la filmografía de Berlanga, sino de todo el cine español. Reúne a un reparto excepcional, de lujo, de altura. Encabeza José Isbert, icono del cine “berlanganiano” e ideal de abuelo amable, tranquilo y paciente. En El verdugo está sencillamente soberbio, un papel que mezcla ternura (como un padre que va educando a su hijo) y moral (las disertaciones de su personaje acerca de la moralidad de la pena de muerte). Todo ello con esa inolvidable voz que sólo él poseía. Nino Manfredi, represantación plausible del clásico español con ánimos de triunfar en el extranjero; un joven ingenuo pero con la mente clara para ciertas cosas. Manfredi, ya desaparecido hace unos seis años, dejó una impronta en el cine europeo dificilmente olvidable. Cierra el círculo Emma Penella, cuya participación, aunque quizá no tan presencial como la de Isbert o Manfredi, sirve de nexo de unión entre los dos protagonistas y construye también una buena radriografía de la mujer de la época.
Tampoco se queda atrás el elenco de secundarios. Berlanga siempre ha dado importancia a los secundarios y aquí, a pesar de contar con algunos de los habituales de su cine (López Vázquez, Agustín González o Antonio Ferrandis) todos están espléndidos. Lo cierto es que era un cine en donde se le daba siempre importancia a los pequeños detalles, y los secundarios siempre han sido esos detalles.
La película tiene un guión espléndido. Sólo Berlanga y Azcona podrían crear escenas que mezclan ese humor negro, ese humor tan característico y a la vez tan incisivo que siempre guarda un doble sentido. Ambos eran únicos para crear este tipo de cine, dificilmente superable o igualable.
Importante también es quizá, la forma en la que se retrata una sociedad. España se encontraba en un período de cambio, un cambio lento en donde las normas establecidas sometían a una sociedad cada vez con más ganas de prosperar. Berlanga adorna este cambio con su humor negro, y nos deja ver ciertos aspectos de aquella época, como el papel de la mujer, la figura del hombre en casa, la compra de una vivienda, las vacaciones en Mallorca (mítico destino turístico)… apuntes que hacen un retablo maravilloso aunque un tanto triste. Berlanga tiene en su haber la capacidad de hacernos ver el mal, o de hacer una crítica, todo ello tamizado por el humor “made in spain” de una forma sutil y brillante. Por estas razones El verdugo, a pesar de no contar con la comicidad con la que contaba Plácido, no deja de ser una obra cumbre en la filmografía de su director. Se atrevió a humanizar a la muerte y a retratar a España.
A título personal, diré que los minutos finales de El verdugo me parecen espléndidos. El manejo del ritmo, de la pausa, de los personajes… es increíble. Sin duda estamos ante un auténtico maestro, aunque sin que me oiga mucha gente, ésta y Plácido no son para el suscribe como los hijos del mismo padre. No las “quiero” a ambas por igual. Si me dan a elegir me quedaría con Plácido, a pesar de su simpleza es quizá más tragable. El verdugo no deja de ser una obra maestra pero quizá exige mucho más del espectador para poder comprenderla en toda su magnitud.